Que el título de este libro refleja un dilema moral se puede comprobar si se piensa que todas las religiones incluyen indicaciones respecto a qué se puede comer y qué no. Por poner unos ejemplos, los hindúes son lacto-vegetarianos, mientras que los judíos kosher, entre otros alimentos, no pueden tomar cerdo y, por otro lado, los musulmanes exigen que el animal que van a comer haya sido sacrificado de una manera específica.
Estoy convencido de que, por regla general, no somos conscientes cuando comemos carne de que estamos comiendo algo que fue parte de un ser vivo no hace mucho tiempo. Y, cuando digo ser vivo, no lo digo como algo abstracto, sino como un animal que siente, sufre, tiene instintos y necesidades y que podía haber correspondido a cualquier ser humano que le hubiera tratado con cariño.
Simplemente vemos comida, que es algo que nos apetece, que necesitamos y que no hemos probado hace tiempo (sea ese tiempo una hora, medio día o, en el peor de los casos, días). Y, cuando lo probamos, está bueno e incluso muy bueno, y sentimos placer al saborearlo. Es más, aunque esté regular, o mal, la necesidad de comer es esencial para sobrevivir, así que no nos planteamos mucho el origen de la comida, sino que comemos. En esos momentos no hay ningún dilema moral, sino una necesidad vital de subsistir. Así que como para plantearnos ciertas cosas.
Puede que haya ciertas ocasiones en las que estamos aburridos, con las defensas mentales bajas, o, simplemente, que vemos la pata de jamón que vamos a empezar a cortar y, claro, está tan entera, recuerda tanto a la pata de un cerdo de verdad, de esos que hemos visto en la tele, que recordamos que fue un animal. En ese momento, para no cuestionarnos nada más de la cuenta, pensamos que fue un cerdo feliz, que disfrutó por el campo, que tuvo una vida larga, que le cuidaron para estar sano (al fin y al cabo, es para consumo humano), le dieron de comer sano (comiendo bellotas por la dehesa), hasta que le llegó su hora y aquí está, a punto de ser laminado a las manos de un experto cortador jamonero (aunque sea tu obeso pariente lejano). Es su finalidad. Es para lo que le hemos dado una buena vida, así que lo justo es comérselo. Además, está tan bueno.
En el libro de Jonathan Safron Foer, autor que no conocía antes de leer el libro, pero que tiene una cierta reputación con escritor de ficción, alguno de cuyos libros ha sido llevado a la gran pantalla (por ejemplo, “Todo está Iluminado” o la próxima “Tan fuerte tan cerca”, con actores como Tom Hanks o Sandra Bullock, y dirigida por Stephen Daldry), a lo que he descrito anteriormente se le denomina algo así como “el contrato social”, y es una de las justificaciones que las personas se dan a sí mismos para comer animales.
El problema es que si nos lo ponemos a pensar, no hay una gran justificación moral. Matamos a los animales y nos los comemos. Venimos haciendo esto desde que el hombre es hombre. Al fin y al cabo, también al ser humano se lo zampan algunos animales a la menor oportunidad. Por tanto, es una mera cuestión de supervivencia. Comes porque lo necesitas para sobrevivir. Y son animales porque son una buena fuente de sustento, por sus proteínas, hidratos de carbono, grasas, calorías, etc.
La única diferencia es que antes los hombres salían a cazar y, en grupo, aunque uno también sospecha que el más fuerte, ese que era el jefe y se llevaba a todas las hembras de calle, daba el golpe de gracia al animal y volvía al poblado con carne fresca, para que todos comieran. Ahora, sin embargo, tenemos mataderos, donde camiones hasta arriba de animales llegan todos los días y descargan su mercancía para, como en una cadena de montaje cualquiera, ir masacrando todas y cada una de esas vidas para convertirlas en comida inerte que podamos llevar a nuestros platos. Hemos convertido una actividad de supervivencia en una industria más de nuestra sociedad moderna. Y este aspecto de dar de comer, el hecho de que sea una industria, tiene una gran importancia en el libro de Foer.
Supongo que ser vegetariano es una cuestión de elección, pero tampoco muy especialmente razonada, sino que simplemente surge de un convencimiento interior. Se es vegetariano, o no se es. Y si no lo eres, lo que le pasa a la mayoría de las personas, asumes que hay que matar a esos animales cuya carne te vas a comer. De hecho, hasta se trata de un acto que, en ocasiones, tiene algo de acontecimiento social, como las matanzas en los pueblos.
Sólo recuerdo haber presenciado la muerte de un animal una vez, si no tenemos en cuenta las veces que hemos pisado hormigas, cazado lagartijas o matado cucarachas, claro. Y fue en el pueblo. Se trataba de sacrificar una oveja. La gente llevó al animal a una especie de establo que había y mientras uno preparaba el cuchillo, cuatro o cinco personas rodearon el animal y le sujetaron con fuerza.
Tan pronto sintió la oveja la presión de las personas y cómo una le levantaba la cabeza para dejar su cuello expuesto para el del cuchillo, el animal comenzó a pegar chillidos agudos que lo inundaban todo. Chillaba sin parar, cada vez más alto, mientras veía cómo se acercaba su verdugo. Y en cuanto sintió cómo le clavaba el cuello en su garganta y empezaba a cortar, si creías que antes estaba chillando con todas sus fuerzas, te dabas cuenta de lo equivocado que estabas. Trataba de mover las piernas, escaparse. No quería morir. Pero era inevitable. La sangre brotó y brotó, y, poco a poco, los chillidos pararon mientras el animal se quedaba sin aire y sin vida. Cuando empezaron con el tema de abrirla en canal y descuartizarla me dijeron que si me quería acercar, pero, simplemente, me di la vuelta y salí a la calle.
No fue agradable. Pero tampoco fue algo odioso. Simplemente pensé que me daba pena el animal, pero que era necesario. No me parecía que el que la había matado fuera alguien malvado. Alguien tenía que hacerlo. Y, desde luego, no fue una experiencia traumática, ni me hizo ser vegetariano. De hecho, ni se me pasó por la mente una idea así.
Cuando he conocido a algún vegetariano declarado, la verdad es que lo primero que he sentido es un cierto rechazo, supongo que por la idea primaria de que no es algo muy natural que digamos. También creo que he sentido curiosidad, pero, en esencia, mi impresión es que ser vegetariano es una de esas cosas raras que hace la gente rara.
El gran mérito del libro es que, en realidad, no va sobre las razones para ser vegetariano o no. Va sobre el trato a los animales. O, más bien, sobre la industria de la carne de animales.
Porque, volviendo a lo que decíamos antes, el matar animales y convertirlos en comida es una gran industria. Si te lo pones a pensar, es verdad que dar de comer a, ya, 7.000 millones de personas todos los días debe ser una tarea enorme. Y la mayoría de ellos comen, y quieren comer, animales. Y no sólo eso. Además, quieren que sea barato. Y esto último es muy importante. No entenderíamos que darnos de comer fuera cada vez más caro, y tener que renunciar a comer animales simplemente por un tema monetario.
Y es aquí donde el libro sigue el razonamiento lógico que lleva el planteamiento anterior: la gente quiere comer animales, y que sea barato. Y lo que cuenta es de una obviedad aplastante. Ni siquiera necesitas comprobar todos y cada uno de las cosas o datos que te cuenta, perfectamente documentados en 76 páginas de notas.
Así, ves sucederse razonamientos como el amontonamiento de animales en granjas industriales. Por ejemplo, el hecho de que el espacio medio que tiene un pollo a lo largo de su vida sea el equivalente a un folio. También está la manipulación ambiental para engañar a la naturaleza y lograr que la carne crezca lo más posible en el menor espacio de tiempo. La manipulación genética, que lleva a buscar especies animales que maximicen la cantidad de carne, a pesar de que pueda suponer deformaciones o incapacidad para ser un animal y vivir independientemente en el campo.
Como el hecho de que las deformaciones anteriores llevan a animales enfermos, que son tratados masivamente con antibióticos para que no mueran. De hecho, parte de la carne que comes son de animales enfermos en el momento de su muerte, pero, qué más da. Como algunos se vuelven locos por el confinamiento y, de ese modo, es práctica habitual amputar el pico a pollos y pavos, o cortar el rabo a cerdos.
Las sorprendentes estadísticas de la edad media de los animales se suman a la relación de hechos que se suceden a lo largo del libro junto con otras tan obvias como el de qué hacemos con la cantidad de mierda que producen tanto animales, lo que da lugar a lagunas enteras de excrementos, o a que los animales que vas a comer crecen confinados y amontonados sobre sus cagadas y pises. O, ¿cómo diablos alimentamos a tantos animales, si queremos que crezcan para que los podamos matar y comérnoslos? Y el hecho de que la mayor parte del maíz y otros alimentos que se produce se destina al ganado, y de que, por el hecho de que las granjas industriales necesitan energía, controlar la temperatura, grandes campos de cosechas para alimentar los animales e, incluso, el transporte hasta el matadero, que da igual que suponga grandes distancias y un nuevo amontonamiento de animales estresados que puede suponer incluso, en ocasiones, su muerte; todo lo anterior no hace sino que soportar la afirmación de que la industria alimenticia es la mayor contribuyente a la emisión de gases que conducen al cambio climático. Pero, claro, hay que comer carne.
Y rematamos con la descripción de cómo se lleva a cabo el sacrificio de los animales en los mataderos. Y, como en una película de terror, tenemos animales que están siendo descuartizados, o mejor dicho, procesados, mientras aún están vivos. Cómo los trabajadores de los mataderos, muchos de ellos trabajando en condiciones que muchos no podríamos ni soportar, matando un animal tras otro, terminan realizando actos crueles contra los animales, como quemarlos, cortarlos o torturarlos.
Todo lo anterior, y muchas otras cosas, se suceden a lo largo del libro para explicarnos cómo la industria de la carne, y también la de los peces (con detalles sobre las piscifactorías que se asimilan a cualquier granja industrial o la pesca masiva/intensiva, que no discrimina, y que masacra bancos enteros sin reparar en especies), provee de alimentos a la humanidad. Tal vez sea la única forma. Tal vez, simplemente, dado que nos da igual si para comer carne tenemos que matar animales, más igual nos va a dar cómo se cosechan y se sacrifican los animales. Mientras no seamos conscientes de ello, mientras no conozcamos el sufrimiento de los animales, mientras podamos ver la carne, no como algo que una vez fue un ser vivo, sino como un producto más, la industria tiene un gran margen para actuar del modo que le proporcione una rentabilidad mayor. Y, también, así podrá ofrecer la carne más barata para que podamos comprar medio kilo en lugar de un cuarto.
Cuando lees el libro piensas que es tan lógico lo que cuenta que te preguntas por qué no te lo habías imaginado. Y la respuesta es sencilla. Porque no has querido. Es preferible no pensar en ello. No darle vueltas a la idea de que cada filete que comes fue una vez un animal que nació, creció y murió. Por qué ibas a querer pensar en ello. ¿Acaso pretendes que se te indigeste la comida?
Pero el libro también cuenta con dos defectos. En primer lugar, es tremendamente local. Y describe la industria americana. Cuenta con todo lujo de detalles su comportamiento. Lo que, inevitablemente, te lleva a pensar si aquí también pasan estas cosas. ¿De verdad la pata de jamón serrano fue un cerdo que corrió libre y feliz por la Dehesa, comiendo bellotas sin parar, jugando con sus hermanos, tratando de aparearse hasta que le llegó su hora? ¿O en realidad ha crecido en una granja cerrada, en un espacio reducido, sin capacidad para relacionarse con sus congéneres, comiendo lo que ponían, engordando y, cuando entra en la pubertad, metido en un camión y sacrificado?
No tengo respuesta. Nos cuentan que han estado en contacto con la naturaleza. También que ha comido bellotas caídas del árbol o, igual, eso es lo que preferimos entender. En realidad, puede haber comido bellotas, sí, recogidas de los campos y servidas en su espacio, junto con antibióticos, para amortiguar sus dolores. No soy capaz de saber qué proporción de animales crecen como verdaderos animales (que los habrá, estoy seguro) y qué proporción son simplemente un producto recolectado. Lo que sí es verdad es que una vez me presentaron un proyecto de granja de pollos que tenía todas las técnicas de control ambiental que cuenta el libro con el fin de que crecieran rápidos, más gordos y pudieran ser sacrificados antes, lo que, indudablemente, suponía una rentabilidad mayor. Pero desconozco si la carne que estoy comiendo es la que se describe en el libro, o si es la que todos nos imaginamos. Desde un punto de vista mercantilista, cuesta creer que no sea así o que, al menos, no termine siendo así en el futuro.
El segundo pero del libro es su activismo, que resulta tremendamente molesto. Porque el autor toma claramente partido. No por el vegetarianismo, como era de esperar. Sino contra la carne obtenida a través de granjas industriales. Afirma poder entender, e incluso defiende, la carne producida a través de granjas tradicionales, de las que cuidan de los animales, con un granjero que sabe quién es cada uno de los que tiene, a pesar de la castración, del marcaje o similares técnicas tradicionales (y que también critica).
Pero no sólo los defiende, sino que incita a actuar de la misma manera. Y este activismo es excluyente, del que a la vez que defiende, ataca a los que no se comporten del modo que llega a concluir como ideal, o lógico. No se trata sólo de una obra de divulgación. Se trata de un manifiesto propagandístico con un toque de rechazo hacia los que, pese a conocer los datos, decidamos actuar de otra manera. Nunca me han gustado estas posiciones, puesto que adolecen de un cierto tufillo de intolerancia ya que, al fin y al cabo, rechaza de entrada a todo aquel que no comulgue con las ideas y posición de su autor.
El escritor del libro se enfrenta a un dilema frente al hecho de comer animales, que es una constante durante su infancia y juventud. Decide informarse para tomar una decisión. Comparte el resultado de esa investigación. Llega a una conclusión. Y trata de convencerte de que esa posición es la única lógica después de lo que ha expuesto. Todo está muy bien, y el trabajo divulgativo es impresionante, pero, como lector, me gustaría que me dejaran llegar a mis propias conclusiones y que tomara mis propias decisiones, sin que me traten de presionar con la opinión que resultaría si en lugar de actuar de una manera, actúo de otra.
Lo que nos lleva a la que supongo es la pregunta final. Una vez que he leído el libro, ¿he cambiado de vida? ¿Me he hecho vegetariano? ¿Me he apuntado a ONG activistas defensoras de los derechos de los animales?
La verdad es que sé que no voy a renunciar a comer animales. Entiendo que existen numerosas razones para no comerlos. Basta unos segundos para pararse a pensarlo, para encontrar motivos para no hacerlo. Y, quizás, esa es mi actitud. Si puedo escoger entre comer carne, o no hacerlo, va a haber más ocasiones que antes en las que tenderé a no hacerlo. Será una decisión razonada, no el seguimiento de un instinto.
Pero también habrá ocasiones en las que no las haga, bien porque no puedo elegir, por cortesía, por etiqueta, o, simplemente, porque en ese momento me apetece. Y no quiero sentirme culpable por hacerlo. Me alegra pensar que en una sociedad, y un país, con el nivel de desarrollo como aquel en el que vivo, las posibilidades de elegir y decidirme por comida vegetariana serán mayores. De hecho, estoy convencido de que comeré menos carne que antes.
Pero lo haré de vez en cuando. Es posible que hasta incluso algo de carne caiga todos los días. Así que los amigos de las posiciones maximalistas me dirán que eso no es ser vegetariano. Y tendrán razón. No lo seré. Comer, y comer animales, es un instinto que seguimos por una cuestión de supervivencia. La razón prevalece en ocasiones sobre los instintos. En otras, no. Me gustaría que cuando como carne, el animal que como haya tenido, al menos, una vida, y, ojalá, una vida feliz. Pero no podré estar seguro de que haya sido así. Y, aun así, comeré carne.
Me gusta pensar en que el gran avance de la humanidad es poder elegir. Y me sentiré mejor aquellas ocasiones en las que pueda, y quiera, elegir no comer animales. Pensaré que servirá para algo, aunque sólo sea para mí mismo. Pero no sucederá siempre. Y lo sentiré por los animales, cuyo sufrimiento imagino mejor gracias a este libro. Supongo que es frustrante pensar que son la parte débil de esta película. Y que no todas las películas pueden tener un final feliz.
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